[Prólogo]
[Capítulo 1]
[Capítulo 2]
[Capítulo 3]
[Capítulo 4]
[Capítulo 5]
~ Alfred ~
[Prólogo]
[Capítulo 1]
[Capítulo 2]
[Capítulo 3]
[Capítulo 4]
[Capítulo 5]
~ Alfred ~
[Prólogo]
[Capítulo 1]
[Capítulo 2]
[Capítulo 3]
[Capítulo 4]
[Prólogo]
[Capítulo 1]
[Capítulo 2]
[Capítulo 3]
Capítulo 4: El arrepentido.
[Prólogo]
[Capítulo 1]
[Capítulo 2]
Capítulo 3: Los hermanos separados.
Cargados de esperanza en sus corazones, Víctor y Alfredo se embarcaron al nuevo mundo, surcando el mar hasta la tierra de la libertad, buscando la promesa de una nueva vida. A medio viaje, una flotilla bucanera interceptó el navío, capturando a los más fuertes guerreros y matando a los débiles. Uno de cada cinco sobrevivió, viviendo una ilusión flotando en hambruna y fiebre. Sin miedo y confiando en que el destino volvería a unirlos, los hermanos se volvieron prisioneros, cada uno tomando un rumbo diferente decidido por sus captores.
«Donde hay pan, nuestro hogar estará ahí» pensaba cada uno. Las manadas de inmigrantes clavaron sus sueños en el nuevo mundo, pensando que ese era el destino que les había mandado su Dios. Uno fue a parar al conjunto de minas, y el otro como campesino a trabajos forzados. Justo ahí donde soñaron con un país de libertad…
El manifiesto del destino fue sólo el principio de un gran número de campos de batalla, donde los hombres eran arrastrados cantando fuertemente, montados sobre sus caballos y cargados de armas, expandiendo sus fronteras hacia el oeste.
Mil ochocientos cuarenta y ocho, la fiebre del oro estalló. Aunque caven, caven, caven el gran agujero, jamás hay un final. Es una historia trágica para los que cavan, y alegre para los que obtienen. Una situación extraña. Por más que tamicen desesperadamente, no hay oro. ¡Ah! es una situación trágica y sin sentido, el mundo feliz está en una era salvaje.
¡Caven todo el día a través de esa mina! ¡Es la fiebre del oro, vamos todos, vamos!
La era del alboroto frenético, personas que jamás detendrán sus pasos, aún cuando viven en la contradicción, ¿a dónde llegará el hombre después de todo esto?
La milicia se va formando de cualquiera que pueda empuñar un arma. Campesinos de brazos fuertes sueltan sus azadones para cargarse de mosquetes y someter cualquier rebelión.
Si mucha gente débil se reúne, atacarán a gente aún más débil. Pero ¿qué sucede cuando los débiles son obligados a atacarse a sí mismos? Aún cuando actúes bajo la idea de dejar fluir las cosas, siempre habrá discriminación e intereses de alguien más. Cada persona es débil, y cierra sus ojos llenos de cobardía. Nadie quiere ver la realidad, afrontar el mundo real.
La revuelta estalla, los mineros quieren libertad.
Los bravos guerreros estaban sobre la montaña, con buena vista, apuntando sus mosquetes hacia la turba que se aproxima. ¿Dónde queda la hermandad entre paisanos?
La milicia decidió elegir un mendrugo de pan, por encima de la sagrada hermandad entre los humanos. Jamás pensaron que estaban peleando contra sí mismos, contra carne de su carne, y sangre venida en los mismos viajes al nuevo continente. Y los mineros olvidaron también, que de aquel lado estaban sus familiares perdidos, corriendo con hambre de venganza sobre quienes no tenían realmente la culpa.
Entonces, fueron muertos por sus hermanos del batallón.
Separados en vida, se volvían a reunir en la muerte, los hermanos que por destino terminaron en bandos opuestos, nuevamente estaban juntos, jurándose que ahí en el más allá, no habría fuerza que volviera a encaminarlos hacia lugares distintos.
~ Alfred ~
Capítulo 2: El hombre solitario.
A principios del siglo 19, hubo un hombre excéntrico que viajó de Gran Bretaña a Irlanda, como si fuese en contra de la nueva ola de la revolución industrial. León era un viejo albañil que estaba convencido de que si se convertía en granjero, jamás volvería a pasar hambre. Así que, subió a un pequeño bote, y cruzó el océano con su azadón en la mano.
No era un buen albañil, pero era aún peor como granjero. Por más que imploraba a los cielos mientras trabajaba la tierra, la mala suerte era la que le sonreía. Las patatas que desesperadamente cultivó, empezaron a pudrirse, convirtiéndose en un venenoso lodo negro.
Un boleto a cambio de su vida ¿era en realidad un boleto a la libertad, o un viaje sin retorno hacia la muerte? Todo o nada, una apuesta clavada cual estaca en su vida, para siempre.
Sin nadie a quién recurrir, León miró al cielo. Su último pensamiento fue preguntándose si ese olor peculiar se debía a las patatas, o a que por fin la fiebre lo había alcanzado. Esa fiebre que viajó con él en el pequeño barco, que ahora parecía un ataúd infestado de muerte.
~ Alfred ~
Capítulo 1: El enamorado.
Él cantó la canción de amor, desde lo más profundo de sus pulmones. Canción que se lleva el viento cada que sopla, canción que arrastran los mares hasta donde nadie puede escucharla, deseando que en algún momento el camino se entrelace con ella, para que sepa que aún la ama, que la extraña y que añora el momento en que pueda verla otra vez.
Mi querida Noemi, quiero verte una vez más.
¿Es acaso este sentimiento un pecado imperdonable?
Si sigo la procesión de personas ¿seré capaz de alcanzarte?
Varios años habían pasado después de que Noemi había partido al más allá, a los grises campos del inframundo. Y cada doce meses, en la misma fecha, él volvía a cantar para ella, deseando que esa noche, su canto pudiera unirlos aunque fuese un instante, con la voz que tanto le gustaba a ella, con los recuerdos que los unieron, con los ojos que pertenecían el uno al otro.
Al otro lado del umbral, Noemi escuchaba el canto, impedida de volver a abrazar a su amado, sin ser capaz de tomar su mano nuevamente, de decirle que también pensaba en él cada día, pero pidiendo porque no la alcanzara aún. Quedaba una vida entera por cumplir, sueños por tener y metas para alcanzar, sólo que no podía decírselo. Y de esta manera, cada día de muertos, los dos estaban juntos tan lejos. Unidos por la magia de la noche, y separados por el destino de la vida.
Él no lo sabía, pero ella estaba ahí. Al menos durante esa noche. Y sus corazones volvían a latir juntos. Porque la fuerza de su amor, era algo que traspasaba cualquier fuerza. Ni aunque la muerte nos separe…
~ Alfred ~
Prólogo.
Y en la obscuridad que no tiene nombre, las historias que giran en torno a día de muertos y la noche, estaban a punto de iniciar silenciosamente. Las personas que se aventuraron a entrar en la obscuridad… el enamorado de la muerte, el hombre solitario que estaba buscando un nuevo sueño, los hermanos separados por la ambición de otros, el arrepentido en el último instante por buscar la muerte toda su vida, el grupo de jóvenes buscando dulces por siempre, el pequeño con cabeza de calabaza. Todas esas historias que sucedieron en algún lugar, y que de voz en voz se fueron transmitiendo hasta estos días. Relatos de vida y muerte en un solo acto, historias bellas, historias tristes, historias de dolor y desesperanza, palabras llenas de nostalgia y ojos aguados de recuerdos. Conjunto de vidas, recopilación de historias a la luz de la luna, todo en una noche donde creemos que los muertos vuelven con nosotros, pero en realidad, los vivos bajamos sin darnos cuenta, a su mundo. La noche, en que se fusionan dos mundos, donde la magia del más allá cubre la Tierra y todo es posible.
~
~ Alfred ~
Antes de iniciar, quiero mencionar que la narración está «españolizada», es decir, narrada como si fuese nativo de España (es parte de la historia) así que no se saquen de onda. Desde ahorita los invito a no asustarse con el tamaño del cuento, realmente se va muy rápido, no les llevará ni 5 minutos.
Si les gusta, no olviden comentar. Y si les gusta mucho, compártanlo con sus amigos y conocidos 😀
Una vez dicho esto, ¡comenzamos!
Mis muy estimados coleguillas, ¡je, je, je!, el día de hoy, voy a contaros una historia de terror y de horror. Normalmente, cuando pensáis en algo horroroso, acude a vuestra mente un fantasma, mounstro y demás cosillas fantásticas. En el momento en que pensáis en terror, la realidad acude al llamado. Hoy, hoy, hoy y sólo hoy, conoceréis una historia en la cual se mezclan ambas en un solo camino. Espero que os guste la narrativa (un pelín diferente) que llevan estas letras.
~
~
Un frío impresionante se sentía en la calle. Se hacía ya para mi, costumbre caminar en esta fecha hacia el panteón municipal. Como sabéis, es una tradición que los 2 primeros días de Noviembre, las personas asistan a limpiar las tumbas de sus seres queridos, a compartir un rato con un café caliente y a poner flores nuevas en los sepulcros.
Lo mío, tíos, lo mío era únicamente curiosidad y costumbre como ya os mencioné. No es que yo tenga a algún familiar ahí, en realidad todos los parientes que he perdido, están en Cartagena, en mi natal España. Sin embargo, desde aquella noche en que me sucedió lo que os voy a contar, decidí venir a rendir tributo a aquellos que no tienen quien les recuerde.
¿Que cómo llegué yo a México siendo de Cartagena?, pues bien, es una larga historia que no voy a contaros hoy día, pero habéis de saber, que en cierto modo, huí de los fantasmas de mi pasado, ¡Je,je,je!, pero anda, vamos, que pierdo el hilo.
No recuerdo a ciencia cierta el número de año que corría, pero sí que era una madrugada entre el primero y el segundo de Noviembre. Yo caminaba sin cuidado por las empedradas calles del bello Tequisquiapan. Ebrio. Realmente no tenía un motivo para estarlo. Salí del laburo con algo de dinero extra encima y me dirigí al primer barecillo decente que encontré. Ahí pedí varias copas y perdí el control de mí mismo. Para cuando la plata húboseme agotado, me despedí del dependiente y caminé pueblo arriba.
Como os decía, era una noche de día de muertos entre las calles empedradas. Mi andar no era precisamente el debido para altas horas de la noche. Mi trasero era uno y mis piernas otro. Como si dos personas en una deseasen moverse a distintos caminos. Ahí se olía que algo me iba a suceder. Seguramente la mismísima parca me venía a recoger. ¡Arza!, creo que he hecho un verso. Como sea, sin desviarme de lo que os estoy relatando; caminaba yo errantemente.
Valga la ironía, pero una carroza fúnebre venía sobre la calle y por un momento, vi mi vida pasar frente a mis ojos. No como creéis, desde luego. Nada de ver toda tu vida pasar en imágenes durante milisegundos, no, no, mis amigos, nada de eso. A lo que me refiero, es que los potentes faros de aquella gran mole iluminaron mis ojos, mostrándome que ahí debía terminar mi camino.
Empero de lo que pudierais estaros pensando en esa cabecilla vuestra que tenéis, no morí. No, no soy un alma contandoos su historia, ni mucho menos.
Quiso la suerte (o quizá la muerte) que ese no fuese mi momento. Un joven, jaló mi brazo, salvándome la vida.
Debido a mi etílico estado, mi primera reacción fue gritarle cual Quijote enardecido:
– ¡Pardiez!, ¿quién osa a jalarme con tal osadía? –
– No sé si me he encontrado al rey de la redundancia, o tan sólo a un ebrio más. – respondió.
Tampoco es que yo pudiese poner resistencia, así que me dejé llevar por el completo desconocido. Cerré los ojos un instante. Para cuando me di cuenta, me había depositado sobre una fría piedra. Él, estaba sentado enfrente de mi, mirando hacia el cielo y tomando una taza de algo.
– ¿Qué llevas ahí, camarada? – le pregunté.
– Veo que has despertado. Lo que aquí traigo es un buen café para animar el alma en esta noche de todos los santos. –
– Ya, ya, conozco vuestras tradiciones. Coméis, bebéis, hacéis ofrendas y os las engullís días después. Bonita cosa, ¿eh? –
– Sí, sí, eso hacen muchos por aquí. Algunos otros, nos limitamos a venir a saludar a los que ya no están con nosotros. –
Fue en ese momento, cuando reparé que estábamos encima de un par de lápidas en el cementerio.
No sé si fue por mi aún alterado estado, o porque el desconocido me pareció confortablemente confiable, pero no me asusté ni quejé. En silencio, me tendió una taza de café caliente y un cobertor. Muy agradecido, recibí las atenciones y traté de conectar mi mente de nuevo.
– Así que… ¿viejos amigos? – intenté retomar la plática.
– Familiares, en realidad. – respondió
– ¿Cercanos? – continué.
– Lo más que imagine usted. –
– ¿Madre y padre? –
– Esposa e hijo. – dijo él.
Lo poco que quedaba de mi borrachera se esfumó en ese momento. No podía creer, que alguien tan joven (le medí menos de 35 años al chaval) pudiese haber perdido a una esposa, mucho menos a un retoño.
– Lo lamento, chaval, en verdad, lo lamento. –
– Más lo lamento yo, pero no hay mucho qué hacer. – dijo él con una sonrisa demasiado pacífica.
Decidí que no era buena idea continuar con la plática. Ofrecí mi silencio en respeto a quien acababa de salvarme la vida, en memoria a quienes para él faltaban en ese momento. Aunque el silencio duró poco, él fue quien lo rompió tras unos segundos.
– ¿Le gustaría escuchar cómo fue que sucedió? – preguntó.
– El morbo es mucho y la tentación lo es más, pero por respeto a usted preferiría no hacerlo. –
– No me falta al respeto, al contrario, me gustaría compartir una charla esta noche y no pasarla solo. –
Asentí. ¿A quién le dan pan que llore?
– Entonces, mi estimado amigo, escuche con atención, porque he de narrarle la situación de peligro, número 32-1. –
~
Hace un poco más de dos años, yo con 32, caminaba con mi esposa por las calles de la ciudad de México, comprando lo necesario para montar una bella ofrenda en honor a nuestros abuelos y demás familiares «caídos en batalla». Era un día tranquilo, casi como cualquier otro. Las personas caminaban por la explanada del zócalo de la ciudad, despreocupados y alegres.
Nuestro pequeño hijo estaba en casa de sus abuelos, seguramente viendo alguna película con su abuela o escuchando un cuento leído por su abuelo. Éramos una familia muy feliz, nada nos faltaba.
En esos años, yo trabajaba en una empresa de seguridad. Mis labores estaban ligadas a situaciones de peligro en comunidades y locaciones urbanísticas. Día a día, recorría las calles de alguna colonia, buscando puntos de riesgo, tanto arquitectónico, como de cuestión personal. Era un gran trabajo, requería mucha astucia y me forzaba a observar cada mínimo detalle en las esquinas de donde tuviese que caminar. A veces, mi amada esposa se burlaba de mi diciendo que iba a volverme paranoico buscando peligro en todos lados. Ciertamente, tenía razón, me resultaba imposible ir por la calle sin mirar a todos lados, expectante a cualquier cosa que pudiese pasar. Era un trabajo agotante, pero muy bien remunerado. Desde luego, también tenía un par de inconvenientes…
Aún con lo bien que me iba, mi esposa también trabajaba y recibía un buen ingreso. Podía decirse, que al ritmo que íbamos, en un tiempo menor a 10 años nos convertiríamos en lo que llaman por ahí «una familia acomodada».
El plan de esa ocasión, era montar la ofrenda e irnos de viaje al día siguiente. Había tantas cosas por hacer, que preferí dividir las tareas y decirle a mi esposa que se fuera a casa a terminar los arreglos para el viaje. Cuando se fue, una intranquilidad invadió mis sentidos, pero decidí seguir.
Continué caminando por el centro, comprando cuanta cosa venía en la lista de necesidades.
Para las 6 de la tarde, me encontraba totalmente engentado y cansado, pero satisfecho por haber cubierto todo. Curiosamente, la intranquilidad permanecía flotando en el aire. De esas veces que crees que alguien te observa, pero entre tanta gente es imposible descubrir quién.
Subí al metro y avancé por las saturadas estaciones. Me tomé la libertad de estudiar meticulosamente a cuanta persona iba a bordo del mismo vagón que yo. El recorrido de 11 estaciones en la misma dirección, me permitió darme cuenta de varias cosas: Una pareja que iba peleando, una señora mayor con sus 4 nietos, un joven de aproximadamente 15 años con una mona de solvente y algunos detalles más. Aparentemente nada extraño, pero la sensación seguía ahí.
Caminé del metro a casa. Una gran sonrisa me invadió cuando vi a mi pequeño mostrarme que había hecho un muñequito de cartón con sus abuelos. Aún puedo recordar sus palabras «¡Mira papi, ya no necesito juguetes, puedo hacerlos yo!» Lo cargué, abracé y entré a casa, donde esperaba la mujer de mi vida.
La besé y ella me abrazó. «Muchos y todos los años de mi vida a tu lado», me dijo.
El resto de la tarde y de la noche transcurrió agradablemente. Llegaron a casa sus padres, los míos y los hermanos de ambos. Montamos una ofrenda digna de un premio. Cenamos juntos todos y compartimos una cálida charla, de esas que sólo se dan una vez cada año.
Casi al amanecer, se fueron todos. Guardé un par de maletas restantes en el automóvil y llevé a mi pequeñín al asiento trasero. Verlo dormir tan pacíficamente me recordó que quería ver la salida del sol en la carretera, así que me apuré para salir pronto.
¿Quién iba a decir, que yo, siempre tan precavido con cuestiones de seguridad, habría de omitir la gran importancia de no manejar cansado?
No llovía. No iba a alta velocidad. Sin embargo, el cansancio impidió que mis reflejos reaccionaran lo suficientemente rápido para esquivar a aquel automóvil que se acercaba a gran velocidad. La rampa de emergencia estaba tan lejos y el libramiento era apenas una franja de nada. El volante giró, y nosotros con él. Ambos carros volaron.
Del otro vehículo sobrevivió una persona, alcancé a escuchar mientras me llevaban dentro de una bolsa en una ambulancia.
Lloré tristemente al saber fallecida a mi esposa y a mi pequeño hijo. Pero ahí, inmóvil y frío, tampoco podía hacer algo por ellos.
Triste. Muy triste. Y ese, ese fue, el mayor error de mi vida.
Situación de peligro, la peor en el año, a mis 32 años de edad, la primera y última de mi vida… 32-1. Situación… de muerte.
~
Por un momento, sentí que yo también estaba inmóvil y frío. El aire corría y la historia de mi compañero era bastante aterradora. Breve, pero aterradora.
– Gracias por escucharme, amigo. Para terminar, quisiera apuntar que, estas dos bellas tumbas que usted puede apreciar aquí, son las de mi mujer y mi pequeño niño. –
Sorprendido, me levanté lo más rápido que pude. ¡Vaya falta de respeto la mía!, había estado sentado sobre el yacimiento de su difunta esposa.
– Lo… lo… ¡lo lamento! – le dije
– No te preocupes, he sido yo quien te ha depositado ahí hace unas horas, cuando llegamos. –
– Ya… por cierto, me has salvado la vida, ¡muchísimas gracias, te debo una! –
– No hay de qué. –
– Oye, y sobre eso, ¿hay algo que pueda hacer por ti? – pregunté.
– No en realidad, gracias. Aunque, si así lo deseas y no te causa problemas, podrías venir cada año a acompañarme esta noche al lado de mi familia. Sé que es mucho pedir, pero compartir un café el próximo año me alegraría la vida. –
Reflexioné un momento. Era definitivamente la petición más extraña que jamás alguien me había hecho. Asentí. Me pareció que el pago de venir una noche al año a cambio de haberme salvado la vida, era nada para alguien que había perdido lo más importante de la suya.
– Sí, vendré el próximo año, tenlo por seguro, y al que sigue también. –
– Me alegro, me alegro mucho. –
El amanecer podía leerse en el horizonte. El café se había acabado y las personas que aún quedaban en el panteón estaban dormitando o preparándose para regresar a casa. Mi acompañante, estiró sus piernas y me miró por unos momentos.
– Ha llegado la hora –
– ¿De qué? – pregunté
– De regresar con Mictecacíchuatl –
– Disculpa mi ignorancia, pero, ¿quién es ella? –
– La reina de Mictlán. He de volver a su lado. Mi noche ha terminado. –
– Vale – dije sin entender una pizca de lo que acababa de decir.
Se levantó, me tendió la mano y sonrió mientras se colocaba un sombrero que no supe de dónde salió.
– Hasta el próximo año, amigo. – dijo
– Nos vemos, chaval – respondí.
Dio media vuelta y caminó en dirección a la zona interior del panteón.
Tardé en reaccionar y darme cuenta que dejó la manta que me había prestado en la noche, así como el termo del cual habíamos servido el café.
Levanté las cosas y caminé hacia la calle nuevamente. Salí con el tumulto de personas que habían rendido homenaje a sus muertos. Fue cuando reparé en una última cosa.
– Disculpe, señorita… – pregunté a una mujer que salía cargada de un anafre.
– ¿Sí?, dígame –
– Por mera curiosidad, ¿sabrá usted decirme qué es «Mictesalígüal»? –
– ¿Se refiere a Mictecacíchuatl? – preguntó
– Sí, sí, eso mismo – asentí avergonzado
– No es un qué, sino un quién. Y ella, Mictecacíchuatl, la esposa de Mictlantecuhtli. –
– Ya… claro, había escuchado algo de eso, pero, sigo sin comprender. ¿Qué es Mictlán? – pregunté – ¿quiénes son ellos?
– Mictlán, la tierra de los muertos, el último nivel al norte. Y ellos, ellos son los reyes de ahí. – dijo
– Gracias, mil gracias – respondí.
No supe cómo salí de ahí. No supe cómo llegué a casa. Lo único que tengo claro es que en ese momento, un frío impresionante atrapó mi ser. Ahí aprendí lo que en verdad era el miedo.
Sin embargo, no fallé a mi promesa.
Regresé el año siguiente, llevé café para dos, mi laúd.
Limpié la tumba y encontré que no solo estaba ahí su mujer e hijo… también él.
Me di cuenta que la ración de café iba a ser totalmente mía, así que me acomodé en donde pude y comencé a rasgar las cuerdas del instrumento.
Aquella fue una noche larga en la que, por obvias razones, mi amigo no llegó. Sin embargo, os juro que escuché su voz cantar conmigo en algún momento.
Hoy, como venía diciéndoos, voy de camino para allá. Quién sabe, quién sabe qué podría ocurrir en esta, la noche de los Santos Difuntos.
~
Dedicado a mis queridos abuelos: Herminia y Camerino. Descansen en paz, ahí donde se encuentren. Sea en el cielo, con Dios, como ustedes creyeron en vida, o en Mictlán, como creo yo. Todos de este lado los extrañamos mucho, pero no lastimosamente, sino con el hermoso recuerdo de su gran ejemplo, con todas las enseñanzas que nos dejaron y el cariño que fomentaron en todos nosotros. Sus hijos, hijas y nietos. Gracias por todo, eternamente y hasta el fin de los tiempos. Los quiere, su nieto Alfredo.
~
Dedicado también a Miriam Roca. Especialmente, porque le prometí esta historia hace un año y por falta de tiempo no la pude terminar. Debido al tinte de la historia, sólo podía ser publicada en estas fechas, así que la guardé en el baúl del tiempo para desempolvarla el día de hoy.
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