Fresca y agradable. Así pintaba la noche en la ciudad. El obscuro cielo ocultaba tras sus nubes las escasas estrellas que aún podían apreciarse.
La luna, brillante como pocas noches, iluminaba las solitarias calles. Sin importar si se trataba de la ciudad, o de un pintoresco pueblo, la misma luz de la luna se filtraba por todos los rincones posibles.
– ¿Puedes verla? – preguntó ella
– ¿Qué cosa? – respondió él, un poco distraído.
– La luna… ¿cómo es? –
– Es… – dudó un poco, cualquier adjetivo le parecía ridículo para describir la luz que lo tenía embobado – maravillosa.
– No sé lo que eso significa.
Por la cabeza de él pasaron muchas ideas, la más sencilla se reducía a decirle que abriera los ojos y lo mirara ella misma, cosa que era imposible. A veces la primera respuesta que pasaba por su cabeza no era la más adecuada… meditó un instante y pensó que el momento no se prestaba para ese tipo de respuestas, podría parecer ofensivamente grosero.
– Dime ¿qué es lo más bonito que puedes recordar? – preguntó él.
– Hace años, antes de ser arrastrada hasta aquí, un desconocido me vio con piedad, se arrodilló frente a mi, tomó mi mano y sólo una palabra salió de sus labios: «Fe». No pude verle más, al siguiente momento tenía los ojos vendados y me llevaban a no sé dónde. Pero ese momento, es lo que más atesoro. Me recuerda que llegará el momento en el que por fin estaré bien… estaré libre.
– Es increíble la forma en que puedes recordar todo eso. Nunca voy a olvidar la primera vez que lo narraste para mi. Tantos detalles, colores, luz, y de repente… nada. Yo no lo habría soportado.
Tomó su mano y la atrajo hacia su pecho.
– ¿Sientes eso? es el latir de mi corazón. Estoy seguro que con un poco de paciencia, podrías medir mi ritmo cardiaco en estos momentos.
– Ese latir es hermoso, o ¿puedo decir maravilloso? – dijo acomodándose en el pecho de él, para poder escuchar mejor – puede que mis ojos no puedan saber lo que es la luz ahora, pero sé que tú eres todo luz ante mi obscuridad.
– Estoy seguro que dices esas bellas palabras para hacerme sonrojar. Gracias. – respondió él, en efecto, sonrojado.
Los dos, abrazados, permanecieron por largos minutos a la luz de la luna, sin importar que el viento soplase en derredor de ellos.
– Entonces, si tu momento más atesorado es ese, lo más bonito que puedas recordar, me parece que la única forma en que puedo describir la luna de esta noche es como «luz». La luz que volverás a ver, la más brillante, la más blanca, la más intensa. Y aún con esa intensidad, es una hermosa luz que no lastima los ojos, que te permite apreciarla. Es, como si hubiera algo más, como si la misma luna quisiera que sólo la viésemos a ella, pero, a la vez, con su luz nos mostrase las demás cosas, para recordar que están ahí, para poder compararlas con ella y darnos cuenta de que es… casi lo más hermoso que podemos ver esta noche.
– ¿Casi…? – preguntó ella.
– Sí.
– ¿Qué supera a la luna esta noche?
– La sonrisa que se asoma en tus labios.
– ¿Me estás mirando en lugar de ver a la luna?
El silencio decía más que las palabras. Pero no era necesaria ya una respuesta, porque ella podía sentir que él se sonrojaba de nuevo, y que la miraba con ternura. Porque sin importar que ella estuviera ciega, desde el día en que se habían conocido, él era sus ojos y siempre hallaba las palabras más bellas para describirle las maravillas que había en el mundo. Porque en silencio, se decían cuánto se querían. Porque estaban juntos, hasta el día en que las estrellas dejaran de brillar, mientras pudieran permanecer uno con el otro, a la luz de las estrellas.
~ Alfred ~